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miércoles, 31 de diciembre de 2008

Javier de Taboada


María: llanto general

Por Javier de Taboada

Las incontables ediciones de María desde su canonización como clásico latinoamericano, pueden hacer difícil manejar los paratextos que la envuelven. En la mayoría de ediciones, la antepuerta a la novela es una dedicatoria “a los hermanos de Efraín”, que concluye con la siguiente invocación: “Leedlas, pues, y si suspendeis la lectura para llorar, ese llanto me probará que he cumplido fielmente [mi misión]”.

Esa hermandad con Efraín es sin duda, la hermandad por el sentimiento compartido, es decir, el resultado de la identificación con el protagonista. Por tanto la declaración del efecto pretendio en el lector no puede ser más clara: María (jugando un poco con las palabras) es una novela para llorar.

Y si observar el llanto ajeno puede inducir a compartirlo, deberíamos llorar a mares: la novela está bañada en verdaderos torrentes de lágrimas, casi tan profusos como las otras aguas que también aparecen (tormentas, ríos caudalosos). Desde el primer capítulo, en que Efraín se despide de la casa paterna, entre los llantos de la familia y el suyo propio, hasta el último, en que llora ante la tumba de su amada, asistimos a una profusión (y procesión) de llanto de la que nadie se salva: las diferencias de género, de raza, de clase social o de carácter pueden regular la mayor o menor tendencia a verter lágrimas, pero tarde o temprano todos resbalan en casa del jabonero. El llanto es un armonizador universal. Intentemos clasificarlo, o al menos esbozar algunas de sus figuras principales.

Tenemos en primer lugar el llanto solitario, aquel que se realiza frente a la naturaleza como único testigo y del que es elocuente la escena en que Efraín, próximo a viajar a Europa, se sienta a contemplar por última vez el valle, y deja correr las aguas de sus ojos frente a las del río. En este caso tenemos un contraste entre una naturaleza siempre viva, que ha pasado de “armonizar con la felicidad” del héroe a ser “indiferente a su dolor”. Pero esta no es la ocurrencia más común.

En segundo lugar observamos el llanto disimulado, aquel que “inútilmente” intenta ser ocultado a los ojos del interlocutor por algún personaje que voltea el rostro, se enjuga rápidamente las lágrimas o como María, simplemente lo niega contrafactualmente (“pero si no lloro...”). En este intento de ocultamiento podemos observar al mismo tiempo un deseo de intimidad (de alcanzar el llanto solitario), de una dignidad que tiene que ver con la norma de conducta estoica preromántica (y aquí violada repetidamente) de no exteriorizar los sentimientos, y una cortesía de no producir o aumentar el pesar de los que nos rodean.

En contraste, está el llanto no disimulado, aquel que no se preocupa por hacer el gesto de ocultamiento, y que se expresa abiertamente. No hay por cierto una relación sistemática entre una y otra actitud, a las que se les pueda atribuir un significado definida, sino simplemente la oscilación y la lucha desigual, como mera huella de una preceptiva de la moderación (anterior al romanticismo) y el regusto romántico en exponer las heridas abiertas del “corazón sangrante”.

Por eso, y por último, la apoteosis del llanto es el llanto general. Momentos en los que el llanto se contagia, y todos los personajes presentes en un determinado espacio se entregan a una verdadera orgía de lágrimas. Ejemplos de esto son: 1) la escena en que la madre le comunica a María la propuesta matrimonial de Carlos, 2) la muerte de la esclava Nay, 3) las despedidas de Efraín en casa de los ‘montañeses’ y 4) en la suya propia, y 5) casi todas las escenas posteriores a la noticia de la muerte de María. Es aquí donde el llanto ‘performa’ aquella función fraternal invocada en la dedicatoria, los personajes se hermanan y superan su separación física (en 1), sus diferencias sociales (en 2 y 3) o contrarrestan, unidos, el poder de la muerte (en 5)

En una novela en la que el amor es concebido como altamente espiritual, el llanto es la manifestación corporal del desborde del alma sobre el cuerpo: el cuerpo no puede contener el pesar que embarga al espíritu, y este se derrama a través de los ojos. Es sin duda la manifestación preferida, aunque no la única: las mujeres, que son los seres propiamente espirituales para el romanticismo, tienen la facultad de cambiar el color (o el tono) de su piel no a voluntad, sino de la misma manera incontenible y desbordada, de acuerdo con su sentir interno: sus sonrojos y empalidecimientos, además de su llanto, son la pantalla de su alma.

1 comentario:

  1. El llanto es un motivo recurrente en María. Pero siempre me llamó la atención el rol que el padre desempeña en la novela. Él es quien separa a los amantes y quien, mediante su autoridad, establece las condiciones en que se podrán unir, lo cual tuvo un desenlace fatal. Efraín y María crecieron de pequeños criados como hermanos y no es hasta el regreso de aquel en su adolescencia terminal que se miran distinto.

    De alguna manera, desde el padre se impone la prohibición del incesto contra los amantes, a pesar de que entre ellos no exista un vínculo sanguíneo, pero sí socioculturalmente hablando, familiar. (El padre la toma como hija y se hace responsable de ella para, en el futuro, entregarla a un buen marido).

    Arturo C.

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